lunes, 21 de julio de 2008

Esa tarde de domingo disfruté como nunca la comida con amigos. Platicamos, platicamos y platicamos. Ellos se veían plenos, se percibían seguros y se sentían contentos. Conforme pasaban las horas las risas continuaban, yo sentado a la cabeza de la mesa y ellos alrededor, no era por orden de importancia, sino que no hacia pareja con nadie por lo que mi aislamiento no provocaba ninguna interrupción entre los equipos presentes.

Al querer salir de restaurante, la lluvia se soltó, de pronto vi como uno de mis amigos de inmediato abrazo a su novia y corrió a su carro, el otro también alzó su brazo y lo pasó a su pareja, por imitación alcé también mi brazo, al darme cuenta que no tenía a nadie me pregunté el porqué, de repente recordé a Carlos Pellicer cuando escribió: “las palabras emigran y en la huida las plurales abandonan las eses”.

Para alguien solo, soberbio, en ocasiones salvaje y un poco sinvergüenza, a vece seguidor de Schopenhauher (para el conocimiento de las cosas solo existe la conciencia) es bueno recordar que solo vine al mundo. Solo corrí de niño. Solo entré por primera vez a la escuela. Solo estudié para mis exámenes. Solo pasé mi adolescencia. Solo fumé mi primer cigarro. Solo toqué varias puertas. Solo estuve cuando obtuve mi primer y único premio. Solo hice primer gran viaje. Solo elegí dejar mi pueblo y huir de casa. Solo decidí entrar a la ruleta rusa y solo estuve también cuando grité y nadie escuchó; pese a ello nunca me acostumbré, ¿por qué? La respuesta me la dio Balzac: “la resignación es un suicidio cotidiano”, y yo ¡quiero vivir!

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